Bucarest vuelve a sonreír

Bucarest

La pasada Navidad se cumplieron 20 años de la violenta desaparición de Ceausescu, el «césar» rumano, con u. Hoy, Bucarest reacciona al fin ante algunas de las malas costumbres de quienes visitan Rumanía. En efecto, el turismo, tontorrón, amenazaba con olvidarse de la capital rumana, centrándose ya en los destinos del mar Negro, ya dejándose llevar por rutas cinéfilas de folclores inventados.

No es tarea fácil: persisten algunos recelos. Los prejuicios, en una especie de sostenella y no enmendalla, siguen viendo en Bucarest una pobreza geométrica, una desolación en forma de grises avenidas, una dureza revestida con los disfraces de la pseudoarquitectura comunista. ¿Malos tiempos para la lírica rumana?

No, en absoluto. En primer lugar hay que advertir que por tamaño, entre dos y dos millones y medio de habitantes, Bucarest está sujeta a muchos desequilibrios, como toda urbe de tales dimensiones. Por otra parte, es cierto que las cirugías de la segunda mitad del siglo XX resultaron altamente tóxicas. No vamos a repetir aquí el tópico de París del Este con el que se llegó a denominar a Bucarest, en virtud de los hermosos edificios, y la animada vida de sus amplios boulevares.

Porque hoy, de tales pretensiones apenas quedan los amplios boulevares, pero un poco estropeados, y la nostalgia por el Sena cuando se contempla el Arco de Triunfo local. Sin embargo, la capital rumana ha perdido sus complejos. No se compara ya con París, ¿para qué? Las comparaciones son odiosas, y por ahí se perdería. Bucarest, en cambio, puede y debe seducir desde sus propios encantos. Mucho menos pretenciosos, por cierto, y hasta más agradecidos que los de la afectada capital francesa (con perdón).

Difícil saber si entre tales encantos habrá de incluirse el celebérrimo Parlamento o Casa del Pueblo. Por su tamaño, se diría que el nombre es literal: casa del pueblo, casa al menos en la que cabría todo el pueblo. En verdad, es la primera referencia de los nativos, entre divertidos y sempiternamente subyugados, no bien se baja uno del avión. Que si el edificio más grande de Europa, que si el segundo más grande del mundo tras el Pentágono, etc.

De hecho, ¿no había una propuesta para trasladar allí las reuniones de la asamblea general de la ONU? Aunque de momento, además del Parlamento, tan sólo alberga el Museo Nacional de Arte Contemporáneo. Curiosa elección, la verdad, la de promocionar la convivencia entre amantes del arte y amantes del diner…esto, de la política. En cualquier caso, diletantes unos y otros.

Un detalle: hay muchos espacios abiertos en Bucarest, y plazas tan grandes que se recomienda recorrerlas con tres pares de zapatillas (es broma, con dos basta). Al norte, aunque no tan grande, está la Plaza de la Libertad de Prensa. Nombre un tanto extraño para una plaza…que se explica cuando nos avisan que en ese gran edificio que domina la zona, el más alto de la ciudad, se encontraba la sede del periódico del régimen.

En fin que hay dos destinos dentro de Bucarest a no perder (amén de los vistos): la zona histórica (cuando finalicen todos los trabajos de rehabilitación) y el Museo de la Aldea, no muy lejos del Arco que mencionábamos al principio.

Para los que somos de aldea, un museo del idem tenía que resultar llamativo. Y eso, a pesar de la desilusión inicial: esperábamos tal vez licor café, chorizos criollos, y un tintorro del país…nada de eso, sin embargo: una zona verde que acoge la arquitectura popular rumana en sus diferentes estilos. Sinceramente, una maravilla. Claro que con una copita de licor café en la mano sería otra cosa…

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